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sábado, 16 de enero de 2010

Enseñando a no leer

Ya lo he dicho con anterioridad, y lo sostengo: estamos enseñando a no leer. Nuestros esfuerzos por promover la lectura y por enseñar a los niños cómo leer bien no sólo no están logrando su objetivo (como resulta evidente), sino que, en mi opinión, tienen el efecto opuesto por muchas razones y de muy diversas maneras.
Hay tres cuestiones esenciales entorno a la lectura que guían, de manera abierta o encubierta, cualquier aproximación a la lectura: cómo leer, qué leer y para qué leer. La pregunta esencial, en mi opinión es la última, pues ella determina las respuestas de las otras dos.

¿Para qué leer?
Existen muchas respuestas posibles a esta pregunta. Las respuestas más frecuentes que se obtienen cuando se lanza esta interrogante suelen ser de carácter utilitario: para aprender, para ser mejores, para obtener información, para comunicarnos.
Éste es el enfoque adoptado por las escuelas y por los adultos responsables. Pero hay otra forma diferente de enfocar el asunto: por gusto, por placer, por el disfrute mismo de la lectura. Porque me gusta. En general, los “lectores exitosos” se acercan a la lectura bajo estas premisas, aunque puedan sacarle también provecho en un plano meramente utilitario.
Los adolescentes obsesionados con el internet no leen sus correos o sus redes sociales para aprender o ser mejores; lo hacen por el placer que les reporta el contacto con sus amigos. Los niños que leyeron Harry Potter lo hicieron por el gusto de leerlo. Por el contrario, las lecturas provechosas presionadas por los adultos de bien o impuestas en la escuela, suelen fracasar.
Por ello, muchos autores (como Daniel Pennac o Juan Domingo Argüelles) proponemos dejar de lado las lecturas obligatorias y utilitarias, y permitir la lectura simplemente placentera. Por supuesto, hay que poner al alcance de los niños los medios para leer: no hay que promover la lectura, hay que permitirla.

¿Qué leer?
Tradicionalmente se ha enfocado la cuestión de la lectura de manera elitista: hay lecturas buenas y malas; aceptables e inaceptables; de buena calidad y de mala calidad. Y, por supuesto, lo que se debe leer son los textos de buena calidad.
El concepto de calidad literaria es muy discutible, y basta echar una hojeada a la historia de la literatura para darse cuenta que aquello que en una época fue vilipendiado como “malo”, en otros tiempos se convierte en estandarte de “buena calidad”. La medida parece ser, más bien, una cuestión de contexto, pero aquí no entraremos en tal tina de pirañas.
Admitamos que hay lecturas socialmente marcadas como aceptables y otras que no lo son: el contexto determina el sello de calidad. Pero, ¿qué bien puede reportar una buena lectura que no se realiza o que se lleva a cabo a regañadientes, con desgana y, por consiguiente, sin provecho ni placer? ¿No es más recomendable una “mala lectura” que se realice con todo gusto y buenos augurios?
Las dos respuestas a la pregunta “¿por qué leer?” configuran las dos aproximaciones a “qué leer”. Por un lado, se lee para obtener un beneficio, por lo que se requieren lecturas beneficiosas, de calidad; esto se mide cuantificando el uso de lecturas encumbradas por las élites académicas: los libros buenos. Por otro lado, se lee por gusto, por interés, por placer, lo que implica que se puede leer lo que sea, todo cuenta: los libros, los cómics, los subtítulos de las películas, los recados pasados de mano en mano en clases, el correo electrónico, el blog, las redes sociales y los microblogs (como el tan de moda Twitter).

¿Cómo leer?
Nuevamente partimos de las dos concepciones de la lectura: la utilitaria y la que yo he llamado poética (otros le llaman libre, expresiva, gustosa…). La primera implica una forma concreta de leer: todo y a fondo, decodificando cada detalle con toda precisión; es decir, lo que se pretende enseñar en la escuela: la famosa lectura de comprensión detallada, que debe ser apoyada por los otros tipos de lectura (de búsqueda, de hojeada, selectiva, etcétera) que facilitan el trabajo.
La lectura poética, en cambio, requiere una aproximación diferente: cada lectura se realiza con un fin y un interés diferente, y es un material distinto. Por ende, se requiere gran variedad de formas de leer. Esto implica que los lectores competentes deben ser mucho más creativos (de ahí la raíz griega ποίησις: poíesis, “creación”, en la lectura poética).
Debemos, además, tener en cuenta que nuestros jóvenes lectores (lo mismo que los actuales lectores noveles) se enfrentan a una diversidad de lecturas enorme, encabezadas por el bum de los medios electrónicos. Diversidad que, sin embargo, tiene una línea en común: la jibarización de las unidades de lectura (tema que ya he abordado en otra parte).
Todo esto prefigura un universo lector diferente al de las generaciones adultas. Ahora la lectura es más superficial y más íntima (tanto en su forma como en su contenido: basta ver el éxito de medios como las redes sociales y los microblogs), más cercana a las lecturas “inferiores” de la escuela: ojeada, selectiva y de búsqueda. La lectura de comprensión detallada ha pasado a ser complemento de aquéllas, lo que tiene sus pros y sus contras.Pero quienes pretendemos promover la lectura y enseñar a leer bien hemos pasado este asunto por alto o tratamos de ir a contracorriente. Se nos olvida el papel del contexto: ¿para qué enseñar a leer algo que no leerán de una manera que no leerán?, ¿es nuestro papel forzar por tercera vez a la lectura: para qué leer, qué leer y, ahora, cómo leer? ¿O deberíamos enfocarnos a ayudar a los aprendices de lector a desarrollar las herramientas que requieren sus lecturas en el contexto real en que se encuentran inmersos? En este segundo supuesto, que yo comparto, debemos cambiar nuestro enfoque sobre la enseñanza de cómo leer. Lo que deja abierta la pregunta puramente técnica: cómo enseñar qué formas de lectura (y cuáles)…