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sábado, 14 de abril de 2007

El insondable arte del libro de texto

El insondable arte del libro de texto


Un libro de texto, para los alumnos, es un instrumento de tortura del profesor; de acuerdo con el profesor, es una buena herramienta didáctica. De hecho, según he descubierto este ciclo escolar (después de diez años frente a grupo), facilita mucho las cosas para el maestro, aunque no estoy seguro de que mejore el aprendizaje de los alumnos.

Ni héroes ni villanos: los autores de libros de texto somos seres humanos como cualquier otro, a pesar de que ser autor de uno de estos materiales puede establecer los cimientos de un prestigio profesional. ¡Cuántas veces he visto a los docentes hacer reverencias a un auténtico asno que disimula las orejas bajo las hojas de un libro de texto!

Escribir un libro de texto es muy fácil; escribir un buen libro de texto, es otra cosa. Es un verdadero arte de magia, casi diríamos que un milagro. Ya puestos a pensar, hace que aquello de caminar sobre las aguas parezca empresa sencilla.

Muchos autores de libros de texto no son docentes en activo, que trabajen en el nivel al que va dirigido el texto. Esto es un problema cuando, de entrada, se deben dominar los contenidos de la asignatura a la vez que tener facilidades para la palabra escrita. Además, hay que tener muy claros los conceptos que se han de desarrollar y ser capaz de escribir con calidad y de manera diáfana y amena. Y, en especial, se debe tener una idea psicopedagógica precisa y, sobre todo, funcional.

Si bien la competencia en estos aspectos es la base para escribir un buen libro de texto, quien no las posee sólo requerirá mayor trabajo de revisores y correctores: es algo que se puede subsanar con un presupuesto ligeramente mayor. Aunque, siendo honestos, hay casos en que todo el equipo de revisores y correctores debería figurar como coautores.

En realidad los ‹‹pequeños escollos›› que hay que superar son otros.

En primer lugar está el mismo concepto de plan y programa de estudios y la forma en que se construye. No importa lo bien hecho que pudiera estar construido un programa, no obedece a las necesidades reales de los alumnos, porque no hay dos que tengan necesidades idénticas, mucho menos se puede estructurar un programa que cubra las necesidades educativas de todos los alumnos.

Este es un problema de fondo que envuelve a toda la concepción de educación, escuela, enseñanza y sistema educativo. Mientras haya un programa definido a priori y no un acercamiento microeducativo (entendido aquí como el trabajo ‹‹en cortito››, con cada alumno concreto y sus intereses reales), no hay manera de salvar este escollo. El autor se tiene que limitar a dirigir la nave al otro lado con los menores daños posibles.

Al problema de base de la concepción macroeducativa (es decir, lo opuesto a la microeducativa: los modelos generales y la planeación ajena a las necesidades reales de cada alumno concreto) se añaden problemas organizativos concretos: los planes y programas son elaborados por equipos de especialistas que no trabajan impartiendo lo que proponen.

Usualmente se trata de equipos formados por especialistas en investigación educativa, en pedagogía y ciencias de la educación, en psicología, en cada una de las asignaturas, abogados y contadores y burócratas que, a veces, resultan ser profesores que ya no se encuentran en activo frente a grupo. Aunque en este poderosísimo equipo se colaran profesores en activo, que trabajen frente a grupo en el grado y con la metodología propuesta, se trata de un pequeño pedazo del equipo que tendrá poco peso en la toma de decisiones final. Por supuesto, hay excepciones a esta situación, pero son contadas.

El resultado es que los programas no son aptos para las aulas, pues no corresponden a las realidades diversas de todos los grupos de alumnos y docentes. De hecho, no corresponde a ningún grupo real y concreto.

Pero supongamos que el programa está planeado de tal manera que pueda ser aplicado de manera eficiente en las aulas (lo que sería un gran logro y avance respecto a los planes de estudio que se producen en casi todo el mundo hoy en día). Aún así, eso no le facilita las cosas al autor, pues el programa estará concebido para el desarrollo en el salón, no en papel: un libro y una clase tienen necesidades estructurales y organizativas diferentes. Todo un acto de malabarismo para lograr armar un material que cumpla con las necesidades del aula y las del libro.

El autor jamás tendrá la posibilidad de ajustar los contenidos a las necesidades reales de cada grupo, ni siquiera a las necesidades argumentativas propias de un libro. Para ser sinceros, un libro de texto es una de las peores herramientas didácticas que existen, pero un libro de texto bien construido y con contenidos certeros hace menos daño intelectual a los estudiantes que un profesor lleno de lagunas conceptuales y fallos psicopedagógicos. El problema es que todo libro tiene fallas, por lo que usarlo como texto de cabecera para un curso es lo mismo que el mal docente, aunque de papel, lo que puede ser un beneficio o una desgracia más, según el caso.

En fin, si el autor se las ingenia para hacer un libro que cumpla el programa, que sea coherente internamente y aplicable en las aulas, todavía le quedan varios tropiezos por delante. El primero de ellos es la Editorial, que pretenderá ajustar el libro a sus costes y necesidades de mercado; un peligroso acto de equilibrio mantenerse de pie entre las necesidades pedagógicas y discursivas y las económicas y mercadológicas.

Además, están los revisores, correctores, ilustradores, diseñadores, que pueden echar a perder el mejor trabajo autoral, o convertir en verdaderas piezas de arte los libros peor construidos. Pero lo que suele suceder es que, humanos al fin y al cabo, todas estas personas cometen errores que se suman a los del autor. La complejidad del sistema aumenta y, con ella, su entropía.

Una vez superada esta prueba, viene otra vez la burocracia: la dictaminación y aceptación del material. En el mejor de los casos, este proceso sería realizado por profesionales capacitados. Aún así, hay serios problemas metodológicos, pues la dictaminación se realiza por medio de análisis en el papel, que siempre resulta totalmente subjetivo. El material tendría que ser puesto a prueba en grupos reales para su dictaminación (también durante su elaboración), para ver si funciona o no.

A esto se suman otras desgracias, pues en la aprobación de los materiales pueden intervenir intereses económicos y políticos, sindicatos, burócratas, autoridades contratadas temporalmente, etcétera, y se pueden formar verdaderas redes de corrupción: las ventas de un libro de texto en Secundaria en México, por ejemplo, puede significar un ingreso de varios millones de pesos. El mercado completo es una gran tentación. Y eso sin tomar en cuenta que muchas veces (tanto en escuelas particulares como en públicas) no se permite que sean los docentes quienes decida con qué libro trabajarán.

Más que escollos, todo este conjunto de dificutades resulta ser una especie de gran barrera de arrecifes, con sus tiburones, víboras marinas, aguamalas (y aguapeores) y afiladas rocas. ¡Nada que envidiar a las peligrosísimas aguas que rodean a Australia!

Así pues, el arte de escribir libros de texto es todo menos una labor académica. Se trata de un híbrido entre prestidigitación, malabares, equilibrismo y navegación. El autor debe ser un verdadero encantador de serpientes (en más de un sentido). Fácil, ¿verdad?

Y tú, ¿qué opinas?

Educa-T te invita a reflexionar.

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